Como fotógrafo me encanta explorar nuevos lenguajes. Tiene lógica. Uno no debería abordar un ensayo sobre los rascacielos de Hong Kong con la misma aproximación que, por ejemplo, los barrios más decadentes de Palermo. Para mí, uno de los atractivos de las grandes urbes asiáticas es la convivencia de lo antiguo con lo ultramoderno. Bajo un edificio de sesenta plantas a veces encuentras viviendas con más de trescientos años de existencia.
El pequeño barrio del Golden Gai es una anomalía dentro de una ciudad obsesionada por la modernidad. Sus callejones estrechos y colonizados por pequeños bares tan minúsculos que en ocasiones solo pueden admitir media docena de clientes son un universo con una marcada personalidad. Cuando todo Tokio se ilumina, los neones y las luces amarillentas le insuflan vida a una zona que, por desgracia, recibe un elevado número de turistas y no precisamente de los que busca en sus vericuetos la vida cultural. La invasión ha llegado a un punto que algunos bares no admiten extranjeros, pero estamos en Japón y la tolerancia y las buenas formas son la norma.
Decido dedicar unas horas a vagar por los callejones, asomándome sigilosamente a cada puerta, a cada grieta, a cada escalera, para captar la atmósfera que los envuelve. Sin trípode, con una sensibilidad de mil doscientos ISO, balance de blancos en luz de día y como siempre, con el disparador silencioso, camino sin buscar historias concretas, sin perseguir arquitecturas características (o quizás sí), o sin el propósito de captar las emociones de los viandantes.
Solo la huella misteriosa en el barrio más opuesto a las pantallas digitales o a los leds escandalosos de Shibuya (que decido explorar mañana por la noche y ver cómo lo resuelvo) me invita a seguir el dictado de mis sentidos para captar vestigios de historias efímeras detrás de una barra o junto a la puerta de un local donde no entraré. Adoro estos ensayos fotográficos exprés que ayudan a potenciar la intuición.
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