Lo reconozco, es poco aconsejable y reprobable, cuando escribes un texto, utilizar títulos de películas para encabezar la entrada. Pero hace décadas que no asisto a un espectáculo como este y no puedo apartar de mi cabeza a los Hermanos Mark con el humor surrealista que se estilaba por aquel entonces. Sin duda Grouxo se habría puesto las botas aquí.
-“No te lo puedes perder” –me aconseja todo el mundo, desde el recepcionista del hotel hasta las amables señoritas de la oficina de turismo. Tras fotografiar el junco escarlata de la bahía de Hong Kong tomo el metro hasta Causeway Bay, una estación preciosa, y me uno a grupos de jóvenes ingleses animados como si fueran a un partido de la Premiere, hasta que llegamos a la Happy Valley Race Course.
Quedan solo cinco carreras principales y el ambiente es electrizante. Y además estamos en Hong Kong, las instalaciones son descomunales, pero la eficiencia para manejar multitudes se materializa una vez más. En pocos segundos estoy dentro del recinto y ante mi sorpresa tengo la sensación de que he regresado a Europa, porque la mayoría de público no parece asiático. Esto parece Ascot, si bien aquí las mujeres no lucen extravagantes sombreros; pero los vasos y las jarras de cerveza que se sirven en todas partes son tan voluminosos que sin esfuerzo (aunque mejor vacíos) los podrían utilizar como tales. Desde luego no es bebida lo que falta entre los asistentes, lo que propicia las apuestas. Y es que los chinos son muy pillos.
Tengo dos opciones y opto por la más barata. El “gallinero” cuesta un euro con veinte céntimos y el plan “B” serían los doce euros que permiten el acceso a los palcos con aire acondicionado, pero acierto. Lejos de las tribunas exclusivas estoy a tocar la pista y con el 45 mm fotografío la competición sin problemas. Y como no puedo ver el espectáculo sentado, ni sería capaz, me las ingenio para captar con la E-M1 Mark II los nervios, las emociones, la vida social y, por descontado, a los caballos con sus correspondientes jinetes.
A 1/2000 de segundo el sensor de la E-M1 Mark II responde sin problemas aunque la iluminación es horrible. Todos los focos apuntan al circuito, de manera que las instalaciones están a contraluz, con una luz cenital poco atractiva. Claro que ingeridas un par de jarras de cerveza a nadie, excepto a mí y a los numerosos aficionados a la fotografía que viven en Hong Kong y que exhiben cámaras y ópticas tan voluminosas que harían temblar a un caballo si tuviera que acarrearlas, parece importarle. En estas situaciones siempre pienso:
-“¿Qué habría hecho (XXXX, pon aquí el nombre de algún fotógrafo de referencia) en esta situación? En mi caso invoco a Martin Parr, quizás porque es inglés o porque todo lo que sucede a mí alrededor es un poco surrealista; pero descarto utilizar el flash, al revés de lo que probablemente haría él. No solo porque no lo llevo encima, sino porque entre la multitud, cada vez que emitiera un destello, docenas de rostros se dirigirían a mí. Y además quien sabe si molestaría a los caballos.
Me centro sobre todo en las emociones, quiero actuar discreto y persigo a los tipos que intuyo que me proporcionarán juego. Hablando de juego, una vez tomadas las fotos reparo en que me he olvidado apostar. No he ganado ni he perdido nada pero, bueno, igual me llevo alguna imagen interesante y con esto me doy por satisfecho.
Cuando acaba el espectáculo, la jarra de San Miguel que he tomado (“Es filipina, le encantará”) reclama materia sólida en el estómago. Es la excusa para acabar la jornada en el Night Market y en el Temple Market, entre los que se halla mi restaurante preferido. No solo por su comida, que es excelente, sino porque quizás tenga el nombre más largo del mundo: “Woosung Street Temporary Cooked Food Hawker Bazaar”. Me decanto por unas gambas, acompañadas con otra nueva botella de cerveza filipina y brindo por Grouxo y su familia. Y por Olympus, que gracias a ellos estoy aquí.
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