El avión todavía recorre la pista cuando alguien se levanta para recoger su equipaje y todos le imitan. Segundos más tarde la voz de la sobrecargo regaña a los pasajeros desde los altavoces y ruega sin convicción que retornen a sus asientos, pero no le hacen caso, estamos en Roma.
Durante el vuelo una mujer a mi derecha se entretiene observando una corrida de toros en su móvil. El astado parece una pulga y el torero un mosquito ribeteado, pero cuando revisa otras fotos de procesiones y de misas reparo que es justo lo que necesito. Visitaré el Vaticano y de paso añadiré un nuevo país a mi recorrido. Puestos a fotografiar plazas de culto, se trata de una pieza mayor.
La Basílica de San Pedro abre a las siete y una hora antes estoy delante. Hay un gran despliegue policial y unos soldados, parapetados en una tanqueta, me piden la documentación. No llevo el pasaporte porque lo suelo dejar en el hotel, pero por suerte mi tarjeta de fotógrafo con el cuadrado amarillo funciona y continúo. Hace falta un milagro porque el día está desagradable y no promete mejoras, pero también estoy en el lugar más adecuado para solicitar lo imposible.
La plaza está repleta de sillas, vestigios de la ceremonia de Pascua del día anterior, pero no me desagrada. El desorden le proporciona a San Pedro un aire más informal. De hecho hace años que un par de pantallas gigantes aportan un complemento más que cuestionable a un monumento diseñado con tanto esmero por Donato Bramante, Miguel Angel o Bernini entre otros, pero es verdad que ahora los feligreses contemplan con más detalle las celebraciones aunque se encuentren lejos.
A menudo sucumbimos en el cliché, lo que es un inconveniente cuando el fotógrafo aspira a cotas más altas. En arquitectura el estándar es todavía el edificio aislado, a poder ser sin gente y con un cielo azul de postal. Las postales, un invento del Imperio Austrohúngaro en el siglo XIX y que los primeros editores utilizaron para mostrar con fotografías cómo era el mundo[1] todavía son una referencia. Los grandes viajeros perpetuaron unas pautas emparentadas con la pintura y todavía hoy, cuando alguien consigue una imagen con esos estándares, se le felicita con un inefable “¡Qué bonito, si hasta parece un cuadro!”. Incluso consiguen más “Me gusta” en las redes, pero os aconsejo experimentar sin la influencia de Instagram o de Facebook. Hay vida más allá de las puestas de sol y de los cielos azules, aunque de vez en cuando también es saludable fotografiarlas, para qué nos vamos a engañar.
[1] No en vano las primeras postales que se conservan corresponden a la Torre Eiffel y son de 1889.
El día sigue nublado pero por encima de una barrera de nubarrones el cielo se abre. Los rayos del sol sobresalen tras las nubes y como estoy en el Vaticano lo interpreto como un guiño divino. Expongo para las luces y las sombras se ennegrecen, con la excepción de los faros de un coche de los carabinieri que no me sueltan ojo. ¿Cuarenta y cinco minutos para tomar una foto del Vaticano rodeado de sillas? Para que confirmen que soy un turista como Dios manda fotografío a sus colegas, los mocetones de la Guardia Suiza, y ya me ven más dentro de la normalidad.
Y tampoco me podía dejar al Jefe, el papa Francisco, que rescato de una tienda de baratijas puesto que intuyo que será complicado que acceda a posar para mí. Las autoridades son las autoridades.
Para ir acabando remato el ejercicio fotográfico con los parterres que decoran los exteriores de la Basílica, aprovechando que el milagro se ha obrado y ahora el sol brilla en todo su esplendor. Al que madruga Dios le ayuda. Es una imagen difícil de componer, puramente estética, porque cada color tiene un peso específico y cuesta equilibrar el contenido. Recurro a una cierta diagonal sobre el conjunto para enfatizar el conjunto.
Pero todo tiene un final. Empieza a llover y en mi huida hacia el interior del recinto reparo en los relieves de las puertas. No tengo claro el significado de lo que fotografío pero lo indagaré [2]. Odio coleccionar imágenes sin ninguna razón, es un tiempo perdido. En la entrada le pregunto a un empleado cuanta gente visita todos los días San Pedro. -“Unos cuarenta mil” –responde con aire de resignación. Y es que no hay para menos.
[2] Es una obra maestra del escultor Giacomo Manzoni (1908-1991), un personaje muy interesante.
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